Fría Impaciencia


Enviado: 14/09/11 08:08:55
Para: jmk@upo.es
Asunto: (sin asunto)

Tu llamada de anoche me dejó preocupado. No quiero entrometerme pero me tranquilizaría saber que estás bien. Imagino que con suerte ya se habrá solucionado todo. Siempre he confiado en tu capacidad para controlar desastres y poner tiritas.
Creo que llamaste buscando un castigo. Es cierto que te he deseado muchos males, pero eso fue hace tiempo, cuando todavía importaba.

Por cierto, ¿Qué tal por Chile?

Blackberry de Movistar. Allí donde estés está tu oficina.

Enviado: 14/09/11 18:25:03
Asunto: (sin asunto)

Hola:
No quería un castigo, quería que me escuchases. Chile es enorme. Sólo he visto el hotel.

Sent from my iPhone.

Enviado: 14/09/11 22:48:33
Para: jmk@upo.es
Asunto: (sin asunto)

Mi e-mail era desagradable. Hace mucho tiempo que sólo escribo sobre incrementos y estoy un poco desentrenado. 
¿Te acuerdas de aquel cuaderno que me regalaste? Escribí tres días... el resto de las hojas están llenas de listas de la compra.
Querías que te escuchase y te escuche, pero no supe qué responderte.
Cuéntame cómo estás ahora.

Blackberry de Movistar. Allí donde estés está tu oficina.

Enviado: 15/09/11 09:18:45
Asunto: (sin asunto)

Sigo un poco hundido y lo peor es que creo que tengo derecho a pasarlo mal y a sufrir, y sé que eso no está bien. He dejado de confiar en M, pero me resulta imposible plantearme empezar una vida nueva justo ahora que he aprobado las oposiciones.
Me da una pereza infinita pensar en buscar un piso nuevo, un gimnasio nuevo... No sé si al final pesará más la costumbre o la desconfianza. Creo que el hecho de que ahora estén al mismo nivel es una señal de que todo se ha acabado.
Ayer baje a recepción y reservé un billete a Isla Negra. A lo mejor te compró un cuaderno nuevo allí, siempre que no sea para llenarlo de kilos de mandarinas.

Sent from my iPhone.

Enviado: 16/09/11 22:08:55
Para: jmk@upo.es
Asunto: (sin asunto)

Hemos pasado esa edad en que pensamos que todo va a ser para siempre. Yo, al menos,he perdido la capacidad que tenía antes de otorgar un carácter permanente a lo que no puede ser otra cosa que transitorio.
Hace poco leí que el amor se construye sobre acuerdos. Llega un día en que las perdices y las hadas nos dejan de lado y sólo nos queda la realidad, como un contrato en el que hay que negociar cláusulas. 
A lo mejor la traición de M es una señal para que empecéis a construir algo nuevo.  No tengas miedo, a veces las cosas no salen como teníamos planeado, pero eso no significa que hayamos hecho algo mal ni que, en adelante, vayan a ser siempre así. A veces, mejoran.
No puedo decirte lo que tienes que hacer. Sólo te aconsejo que no te pongas tiempos y, sobre todo, que no llenes ausencias con el dolor. 
Si vas a Isla Negra dale una carta al cartero, no necesito más cuadernos. 
Blackberry de Movistar. Allí donde estés está tu oficina

Enviado: 01/10/11 15:15:12
Asunto: Tan largo y tan corto

Por si te interesa, al final pudo más la costumbre.
No encontré al cartero pero Beatriz González te manda saludos.

Jmk.

Caperucita


Tiene los ojos muy abiertos. Rodeada de nieve, confusa, tirita.

Me pongo detrás y le digo que tenemos que entrar. Empieza a caminar, le tiemblan las piernas. “La puerta está abierta, empuja”. Entramos y enciendo la luces. Con un gesto le indico donde tiene que sentarse y obedece.

Prefiero que sea así.

Le acerco una toalla. “Tienes que entrar en calor, sécate . Se seca el pelo, la cara. “Quítate la ropa para poder secarte bien”. Desconfía , pero empieza a desvestirse. Me giro, no quiero que se sienta incomoda.

Empieza a llorar muy bajito y yo enciendo la música. No puedo identificar qué canción suena, varias voces hablan de almas de mujeres.

Podría preguntarle a ella si sabe el título, pero el estampado de su ropa interior, que veo a través del espejo, me indica que es demasiado joven para conocerlo, mucho más joven de lo que parecía fuera en la nieve, casi una niña.

La música no consigue tapar su llanto, ahora más persistente, que se mezcla con los sonidos del bosque.

Junto al espejo hay una ventana. Muchas de las luces del pueblo están encendidas. Seguramente la madre de esta joven-niña ha dado la voz de alarma.

Imagino a una señora mayor, rubia como ella, hablando con los vecinos. Preguntando si la han visto. A las primeras casas llega más enfadada que preocupada, pero según se vayan cerrando puertas irá asustándose.

Al principio sus miedos serán absurdos. Miedo de lobos. Puede que incluso tema la presencia de criaturas de otro planeta con instintos caníbales. Miedos fáciles de apartar. No querrá pensar en otros peligros más reales, todavía no.

Ahora ya están todas las luces del pueblo encendidas, y escucho una sirena. Los vecinos están preparándose para salir a buscarla. Sé que no tengo mucho tiempo.

Me giro y la veo sentada frente a mí, envuelta en la toalla.

Me acerco un poco y toco sus piernas, el tacto de mi mano en su muslo hace que las cierre y quedo atrapado.

Su mirada cambia, piensa que ha ganado algo de poder. Pobre niña.

Fuerzo mi mano y la saco. Recorro su cuello con mis dedos ásperos. Toco sus parpados. Acerco mi cara a la suya, huele a colonia y a chicle de melón.

Me tiene miedo.

Quiero susurrarle que todo va a ir bien, que estoy aquí para ayudar y no para hacer daño.

Pero no quiero mentir.

El entierro


Ayer llamó mi madre para contármelo.

La madre de un amigo de mi padre, es decir, una de esas personas a las que seguramente conozco, pero que casi nunca sé cómo se llaman, había muerto.

La señora dejó clara su voluntad de ser enterrada junto al cuerpo de su marido. El nombre del marido de la madre del amigo de mi padre tampoco lo conozco, pero en este caso tengo la excusa de que el hombre murió poco antes de que el amigo de mi padre naciera, así que asumí que sólo lo conocía la difunta y me despreocupé.

En ese momento hice un cálculo mental. Si yo tengo 28 años y mi padre me tuvo a mí con 26, sin estar completamente seguro de la edad del amigo de mi padre, que de repente recordé que se llama Miguel, el marido de la madre de Miguel habría muerto, como muy tarde, en 1954; por lo que la señora había pasado más tiempo como viuda que como esposa. Mi madre se extrañó de que quisiera compartir la eternidad con alguien con quien en vida tuvo tan poco contacto.

Me armé de valor y pregunté cuál era el nombre de la difunta esposa, me daba un poco de pudor seguir discutiendo algo tan intimo para ella sin saber cómo llamarla.

Mi madre no lo sabía. Mi padre no estaba en casa. Consideramos la posibilidad de llamar a Miguel para que nos lo dijera y la descartamos rápidamente.

Miguel ya había tenido que ir esa mañana a recuperar los restos de su padre para enterrarlos junto a su madre por la tarde, no queríamos añadir más dolor.

Además, el olor al desenterrarlo tampoco sería de rosas frescas. Esto no me atreví a decirlo, pensando un poco en el dolor de Miguel, pero sobre todo porque mi madre, aficionada a series forenses que ve en canales que yo no me puedo permitir, habría gritado “Niño, los huesos no huelen", y nos hubiéramos apartado del tema.

Apartarse del tema es otra de las aficiones de mi madre. Una afición compartida por mi abuela, que, sin embargo, prefiere las series de detectives en gabardina y señoras entradas en años que resuelven asesinatos con la misma facilidad con que otros compran el pan.

Seguimos hablando del entierro. Una vez recuperados los huesos, Miguel había pasado todo el día en la funeraria velando a sus padres.

Cuando llegaron al cementerio mis padres se acercaron a abrazar a Miguel. No fue posible. Miguel sujetaba una caja entre las manos. Mi padre miró la caja y Miguel asintió. No somos nadie”, dijo mi padre.

El entierro fue muy largo. Además de su intención de descansar eternamente junto a su marido, la difunta también quiso que la enterraran en tierra. Por lo que Miguel había contratado a dos albañiles para que, a fuerza de pala, llenaran un hueco de 1,62 de altura por 2.2 de ancho.

La gente empezó a marcharse cuando habían cubierto sólo la mitad.

Al final quedaron sólo mis padres, Miguel y Luisa, su mujer. A Luisa le dolían los pies por los tacones.

Cuando el hueco estuvo casi lleno, Miguel depositó la caja que sujetaba entre sus manos y los operarios, acalorados, continuaron su labor hasta que Miguel les recordó que lo que estaban cubriendo en tierra no era una caja de galletas danesas, y que esas cosas se hacían con más primor.

Mi madre, aunque no lo confiesa, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no empezar a reír. 

Mariana y el informe


Mariana

Me llamo Mariana. Seguramente mi apellido resulte familiar, prefiero no decirlo.

Como pueden ver, me encuentro en una situación incómoda, y estoy segura de que la gran mayoría de mis conocidos se escandalizaría si me vieran aquí. Recluida entre retrasados mentales y delincuentes.

Este sitio huele mal. numerosas ocasiones. Mis quejas se desestiman en cuanto las presento.

Necesito hablar con el director de este tugurio.  Relleno los formularios oportunos solicitando que me reciba en su despacho, incluso le ofrecí la posibilidad de que me visitara en mi habitación. Sé que no es lo más apropiado, pero creo que, dadas las circunstancias, cierta ligereza en el decoro puede considerarse aceptable.

Estoy segura de que él me entenderá. Con él podría hablar con un igual, pero insisten en que de momento continúe como hasta ahora.

Debo seguir contando mi historia una y otra vez al mismo hombrecillo con cara de ratón que me pregunta si hice lo que hice por alguna razón.

Miro en sus ojos y veo que espera una respuesta que le permita comprender. Espera que me suelte el pelo, empiece a llorar y, como una de las retrasadas en el pasillo, grite que unas voces me lo ordenaron o, quién sabe qué otra sandez.

No entiende que a mí nunca nadie me ha ordenado nada.

Empiezo a pensar que mis peticiones no llegan al director. Que las mujerzuelas, que dicen ser enfermeras, y me aseguran que las harán llegar las esconden en sus batas blancas.

Sé que están disfrutando de mi desgracia. Son sutiles, al menos lo intentan en la medida en que sus pobres modales se lo permiten, pero a veces oigo sus risas.

Por eso debo hablar con el director.

Él entenderá.

El informe

La paciente fue derivada a la institución el 25/05/2012 desde los servicios de atención primaria de su barrio, a los que acudió para acompañar a un miembro de su servicio doméstico que presentaba una herida grave en la mano derecha, que resultó en la amputación de la misma.

No parece responder a la terapia diaria que mantiene con el director del centro y sólo acepta la autoridad del mismo una vez que éste se aleja, solicitando, entonces, que le hagan llegar mensajes que escribe en hojas de papel.

Por el contenido de dichos mensajes, que entrega de forma aleatoria a enfermeras o algún otro interno, se deduce que considera que el doctor que la atiende a diario y el director del centro son dos personas diferentes y, en los últimos días, parece estar desarrollando comportamientos paranoides.

Más allá de dichos mensajes, no se relaciona con el personal, si no es para solicitar alimentos o bebidas y para exigir que su habitación se limpie. Insiste en el mal olor.

Permanece sentada, leyendo periódicos antiguos.

No presenta síntomas de trastorno bipolar, ni depresión.

Entiende las causas de su confinamiento, pero no presenta remordimientos.

Se niega a recibir visitas.



Marcas blancas


Debíamos encontrarnos frente a la charcutería de un supermercado de marca blanca.

Me puse unas gafas de sol que mi padre utilizaba para esquiar, cuando todavía no era mi padre ni tenía intención de serlo, y me engominé mucho el pelo.

Y, vestido de espía italiano de los 50, salí a encontrarme con mi destino.

Desde hace años soñaba con vivir una aventura así, conspirar con una organización secreta para hacer del mundo un lugar mejor.

Es cierto que mis fantasías no solían incluir un decorado tan mundano, y que el individuo que me esperaría entre chorizos y arreglos para el cocido sólo era miembro de una peña ciclista.

Cuando llegué a la tienda, él ya estaba allí.

Lo observé sin que me viera.

Alto, delgado, más delgado que yo. Vestido con ropa comprada en una gran superficie. Ningún atributo sobresaliente.

Me esperaba, pero no estaba impaciente.

Después del tiempo que había invertido en preparar ese momento, mi retraso no le inquietaba. Es más, parecía estar disfrutándolo.

Me acerqué y deje a su lado un pequeño maletín de ante rojo, y siguiendo el plan, salí de allí pensando en lo que acababa de hacer.

Volví a casa, y esperé.

Encendí cigarros con las colillas de los anteriores.

Y esperé.

Cuando el tabaco se acabo sonó mi móvil y supe que lo había hecho. Que lo habíamos hecho.

No quise comprar el periódico al día siguiente, no encendí la radio y, por primera vez en mucho tiempo, no conteste al teléfono por miedo a que alguien me diera la noticia.

Dos días después volví al supermercado.

Todo parecía normal, clientas que se saludan, cajeras cansadas, encargados de encargarse de demostrar que tienen más poder que los demás.

Pero algo había cambiado. Me paseé por los pasillos y fui encontrándolos.

En el dorso de una caja de cereales, en lugar de la cantidad diaria recomendada de fibra para un adulto, leí “Eran tristes, amargas, eran alegres, llenas de esperanza, eran valientes, heroicas, eran hombres tus palabras”.

Vi a una señora llorar delante de una lata de atún y en sus arrugas creí leer un verso de Neruda.

En la frutería alguien reía, las naranjas hablaban de sombrereros locos.

Los niños sonreían viendo como sus madres encontraban letras de Sabina, y pedazos de su adolescencia, en los congeladores, sus faldas más cortas, sus lenguas más largas, sus frentes más altas.

A alguna, desconcertada, se le escapó una lágrima.

Más allá, entre champús y cremas reductoras, un hombre, más alto y delgado que yo, tarareaba my favorite things.

Entonces supe que aunque no habíamos hecho del mundo un lugar mejor, al menos, habíamos dado color a las marcas blancas de aquel supermercado.

La sonrisa de la cucaracha


Cu-ca-ra-cha… Gua-da-la-ja-rrra… muchasgrassias…buenosdiasssss…

Escucho su voz desde la mesa, está haciendo sus “deberres”. Mirándome, espera que le corrija. 

Evito su mirada, intuyo que si empiezo a escucharle, si presto atención, voy a amenazar  mi alegría.

Si me atrevo a traducir al idioma que los dos hablamos cualquiera de las palabras que ahora repite sin cesar, si las banalizo dándole un significado que entienda y le hago levantarse de su silla para  hacerle ver, en la cocina,   que un “la-va-va-va- ji-llas” es un electrodoméstico que se utiliza para limpiar los platos, voy a romper el encanto.

Entonces la cucaracha será un sólo insecto y el sinsabor, amargura.

No me gustaría que mi lengua, que no habla aún, ocupe el lugar de esa otra lengua que ninguno de los dos aprendimos cuando empezamos a andar y que ahora nos sirve para entendernos, el uno al otro, cada uno a nosotros mismos.

El idioma imperfecto que usamos y que a oídos de un nativo debe resultar rebuscado, como suena mi lengua materna cuando trato de impresionar.

Buenas tardes, yo me llamo…”

Mejora. Su pronunciación mejora poco a poco.

Ya es capaz de hacerse entender y creo que está empezando a comprender frases enteras que escucha en la radio o la televisión.

Juraría que el otro día le vi sonreír ante el titular de un periódico.

No era la sonrisa despreocupada de hace unos meses, la que yo llamaba la sonrisa de la cucaracha, sino otra distinta, satisfecha, orgullosa.

A veces, cuando esto ocurre, cierro los ojos y también también sonrío.

Con los ojos cerrados, pienso en todas las palabras que he ido aprendiendo y que han perdido mi significado al definirse, para adquirir uno más correcto.

Y, aunque entiendo la importancia y la necesidad de un código común, quiero mantener un poco más este estado y seguir viviendo, el tiempo que sea posible, en un mundo en el que Guadalajara es un territorio mítico e inexplorado, defendiéndole a él y a mí mismo, de la enciclopedia que se empeña en convertirlo en un respetable, aunque presumo que aburrido, municipio de Castilla la Mancha.