Azulejos


El tren sale en media hora, nos da tiempo a tomar un café”. Mientras escucha a su madre decirlo, le asaltan las dudas. Es cierto que el tren sale en media hora y que a una gran parte de la población les daría tiempo a tomar un café. Decide tener fe y sigue a las dos mujeres a la cafetería que hay a unos 100 metros de la estación.

El sitio le recuerda a las teterias a las que iba cuando era un adolescente, sólo faltan las cucarachas por el suelo y los crepes cubiertos de nata y principio de salmonelosis. La gente está relajada. Hay varias mesas libres y tres camareras, así que las posibilidades de que puedan tomar un café y no perder el tren son altas.

Como lleva haciendo desde que llegaron a Portugal hace dos día su tía le habla a la camarera en español, convencida de que la entenderá y, puede que sea el grado de convicción con que lo hace o lo amenazante de su dedo índice, pero el caso es que la ha entendido perfectamente.

La tía de Luis ha sacado su móvil y está comprobando el tiempo en Camberra. Luis la mira sorprendido y ella le explica que es algo que hace a menudo, le tranquiliza saber el tiempo que está haciendo mañana en otra parte del mundo para estar segura de que mañana llegará. Su madre, curiosa, pregunta el nombre de la aplicación.

Impaciente, Luis mira hacia la barra. Las camareras están preparando cafés para otra mesa y todavía no han empezado con los suyos. De repente, el bar parece haberse llenado.

Está a punto de preguntar la hora a alguna de las dos mujeres que le acompañan pero ante la posibilidad de que sus relojes estén en algún otro uso horario se queda callado. La madre de Luis se levanta para ir al baño.

Calcula que han pasado 15 minutos desde que entraron. Hace el comentario en voz alta y su tía decide que pedirán los cafés para llevar. Se acerca a la barra y gesticula, señalando con su índice a la puerta . La camarera parece muy asustada. Luis se acerca y dice “Take away”, cuando se gira ve que unos señores extremeños se han sentado en su mesa.

Su madre vuelve del baño y Luis, para evitar un conflicto con los extremeños por la ocupación de la mesa, se acerca y recoge los bolsos. Cuando vuelve a la barra descubre que su madre está preguntando a la camarera si los azulejos del baño son portugueses o importados. Al parecer los azulejos son tan espectaculares que su tía también ha decidido ir a verlos, no es necesario que Luis vaya ya que su madre ha hecho varias fotos que le enseñará cuando lleguen al tren.

Los azulejos son portugueses, y los tres cafés 5 euros. Luis respira aliviado parece que van a llegar a tiempo.
Una voz familiar grita desde la puerta, “El tren”. La madre prácticamente arranca el cambio de la mano de la camarera y sale corriendo detrás de la voz.

Luis recorre los 100 metros que le separan de la estación intentando que el contenido de los bolsos y los tres cafés que le queman las manos no se desparrame por el suelo, y lo consigue. Lo que le resulta imposible es sacar el billete del bolsillo trasero del pantalón, por lo que tiene que pedir a su madre que venga ayudarle. “Hijo, qué torpe eres…”, dice mientras el tren se aleja.

Los tres se sientan en un banco en el andén y su tía, mirando con tristeza el cielo nublado, murmura “Hay que ver, con el sol tan bueno que hace en Camberra”.

Miguel


 

Miguel tiene una caja de zapatos.
 
La caja de zapatos contiene, entre otras muchas cosas, un llavero roto con la cara del Ché. Lo compró en el paseo marítimo de un pueblo de la costa de Cádiz el día que cumplió 18 años, antes de comenzar a elegir renuncias.

La caja nunca guardó  unos zapatos de Miguel. La encontró cuando alquiló el apartamento en el que vive ahora y sirvió para reemplazar otra que ya estaba demasiado rota para contener tantos recuerdos.

Trastos viejos como diría la madre de Miguel, aunque ella sabe mejor que nadie que  Miguel, a veces sin motivo, a veces por nostalgia, abre  la caja y ordena la parte de su pasado que ha elegido guardar.

Es algo que hace desde que era muy pequeño, inducirse momentos de tristeza y llorar durante varias horas sin motivo. Para relajarse. Eso dice Miguel.

Hoy es uno de esos días. Hoy ha sacado todas las cartas que escribió durante la carrera a la primera persona que le rompió el corazón. Cartas escritas con pluma sobre papel reciclado, que nunca llegó a enviar. Las lee y sonríe. Piensa en que si las leyera un inspector de la SGAE se arruinaría pagando derechos de autor.

Además de cartas y llaveros, Miguel también guarda fotos y un suspenso en matemáticas. La cubierta rota de un CD de Grandes éxitos de Serrat y varias servilletas.

Escucha como se abre la puerta de su apartamento. Guarda en una estantería, detrás de una colección de libros de Jane Austen.
 
No quiere esconderla, pero esa caja, donde guarda su alegría, es solo suya y no quiere compartirla.

Luis


 

Hace 24 años llegue a un mundo que no me estaba esperando en una mañana calurosa de un julio tan caluroso como el resto de los julios que hasta hoy he vivido. Un día normal, en un año normal.

Lo único extraño en mi nacimiento fue el tiempo que duró. Mi madre repite que tarde tanto en nacer porque no me decidía. Y es probable que tenga razón. Tardo mucho en tomar decisiones, pero eso no me hace especial. Hay muchas personas, a algunas incluso las conozco, que se toman tanto tiempo como yo en decidir las cosas más simples. Y que, como yo, casi siempre se equivocan.
He crecido pensando que había algo especial en mí, lo que  me acerca a la triste mediocridad de un mundo en el que todos, o muchos, queremos ser especiales. Es curioso, porque incluso esta búsqueda de la diferencia nos hace todavía más homogéneos, más masa y menos individuo.

Seguro que esto lo ha dicho alguien antes, incluso puede que existan una serie de teorías psicológicas, sociológicas, puede que psicoanalíticas, que describan y aportan pruebas sobre este fenómeno.

Gran parte de estos 24 años los he invertido  en pensar algo que fuese original y, cada vez  que creía que lo había logrado, me daba cuenta de que esa idea, que para mí era nueva, la había enunciado con anterioridad, mayor concisión y mejor vocabulario, otra persona.
Por eso me decidí a estudiar letras puras y me interesara tanto la lingüística. Es una disciplina que no busca la originalidad, sería muy difícil que alguien, de pronto, enunciará un nuevo complemento del sustantivo o un tiempo verbal, pero que, sin embargo, te permite decir lo que ya se ha dicho con anterioridad con unas palabras nuevas, más rebuscadas cada vez, y presentarlo como una innovación
Aunque resulte raro hay gente que vive de eso, y, sí, me dan envidia. Suelo ser envidioso.

Es uno de mis muchos defectos, pero ni siquiera estos, superiores en cantidad y calidad a mis virtudes, me hacen distinto.

Los defectos son algo común. Algo que cuesta reconocer en público, como esos hijos que avergüenzan a sus padres, pero a los que sus padres tienen que querer. Es lo que me ha pasado a mí con mis defectos.
No significa que los haya aceptado. Como a casi todo el mundo, al menos todo mi mundo conocido, que no incluye mártires, ni niñas que serán beatificadas, ni siquiera personas que pertenecen a ONGs, me encantaría ser menos mezquino, menos envidioso, menos ambicioso, más puro, justo y ecuánime. Pero no lo soy, del mismo modo que sé que nunca mediré dos metros ni seré rubio o tendré los ojos azules. Por eso, aunque me disgusten mis defectos, con el paso de los años he ido acogiéndolos cada vez con más cariño, a veces, incluso me siento orgulloso de ellos.
Seguro que también hay una teoría psicológica que explica este comportamiento, es más, me jugaría una parte de mi anatomía a la que tengo gran cariño, que dicha teoría, se basa en la negación… o en la doble negación.

No siento especial aprecio por  los psicólogos. Hay otras profesiones que tampoco me gustan, y como no soy perfecto si no defectuoso, extiendo mi manía a aquellos que las ejercen. Me pasa también con ciertas nacionalidades y sus nacionales en conjunto. Sé que está mal y que debería  esforzarme en corregir este defecto,  que, sin embargo, es uno de los que más se han ganado mi afecto con el paso de los años.

Dos Paradas


Un segundo, la he mirado un segundo y el mundo ya no está. No ha estado en mi vida más que un segundo y se ha llevado el mundo. Puede que sea amor a primera vista, falta de sueño o que haya tomado demasiado café esta mañana.

El caso es que ahora que se ha dado la vuelta no puedo dejar de pensar en sus ojos. Suena cursi, ridículo y excesivo. Lo sé, pero ahora lo único que me preocupa es intentar recordar el color. Estoy casi seguro de que no eran azules, tampoco marrones y mucho menos verdes... ¿Por qué me preocupan los ojos de una desconocida?

Tengo que concentrarme y recordar por qué estoy en este autobús y hacía dónde voy.

¿Grises? ¿Existen los ojos grises?

Hasta ahora nunca he conocido a nadie con ojos grises, claro que, tampoco había perdido nunca mi mundo en el autobús una mañana. Así que es posible que los ojos fueran grises y, entonces, si los ojos son grises y la miro de espaldas y me cuesta respirar y me tiemblan las piernas y me sudan las manos, entonces, puede que me haya enamorado esta mañana en el autobús de unos ojos grises.

Pero... yo no me enamoro... y si me enamoro no lo hago de ojos de color incierto que veo un segundo en un autobús. Mejor me tranquilizo un poco y empiezo a respirar... Respiro y cuento hasta 10.

Uno, dos, tres..., grises, son grises... los veo claramente... Se ha dado la vuelta y viene a ocupar el asiento de enfrente. Se sienta, pero no me mira.

Saca un libro y busca la página que va a empezar a leer, que empieza a leer. Veo cómo sus ojos recorren una a una las líneas, cómo sus labios van juntando palabras, cómo las disfruta.

Sé que es imposible, que no está pasando, que el autobús no se ha quedado en silencio y que, al no saber cómo suena, no puedo estar oyendo su voz. Aún así, me parece escucharla mientras lee.

Tengo que dejar de mirarla, se va a dar cuenta.

Toca el timbre, quiere que el autobús se pare. Debía estar muy cansada o tener muchas ganas de leer porque apenas ha estado cinco minutos sentada. Al levantarse, mete uno de sus dedos entre las páginas del libro. Alguien debería regalarle un marca páginas, como el que yo regalé hace tiempo a Luisa para evitar que su dedo indice ensucie lo que lee.

Luisa. Estoy en este autobús para ver a Luisa.

Luisa, de ojos indudablemente marrones. Que vive a sólo dos paradas de aquí. A quien he visto durante meses cada día. A quien quiero y me quiere. Que no me roba el mundo, que construye uno conmigo.

La chica de ojos grises y labios lectores ya está en la puerta del autobús, esperando. El autobús se para. La puerta se abre. Ella se baja... y yo también. Y, aunque siento que no podía haber hecho otra cosa, tengo miedo de haberme equivocado.

La sigo hasta un bar. Se sienta y pide un café. La observo desde la barra. Pienso en Luisa y me da miedo acercarme.

Igualmente me acerco. Me mira y yo, después de haberla mirado tanto tiempo, bajo los ojos y sólo puedo fijarme en el título del libro que está leyendo.

Y ahí me doy cuenta de que no me he equivocado. Le pregunto su nombre. Sonríe para decirme que se llama María. Entonces me atrevo a mirar el gris de sus ojos y le digo que no. Que no se llama María. Que se llama Remedios y que no es de este mundo. Rompe a reír, sus ojos me cubren de gris y tiemblo. Ella, sin miedo, se levanta y me besa. Mi lengua recorre una ciénaga rodeada de casas de barro y caña brava dentro de su boca. Mis manos tocan su espalda. Sus labios besan mi cuello.

Antes de que mi cuerpo se rinda por completo pienso en Luisa, en cómo tendré que decirle que hoy he bajado dos paradas antes, que voy a tener que comprar un marca páginas nuevo y que no seguiré mirándola cuando lea. Que hoy unos ojos grises han robado mi mundo y parte del suyo en un autobús.

Beso a Remedios e imagino otros labios besando a Luisa, los labios que un día pronunciarán su verdadero, cabal e innominado nombre.