El Cansancio



Estoy  cansado.
La madre de Luisa acaba de entrar en la habitación para decir que la comida ya está lista.No pareces cansado, ¿Verdad, hija?
Miguel  mira a su suegra, a la que a pesar de los años sigue  llamando Doña Eulalia y no Lali como hacían  sus cuñados cuando comían en su casa los domingos. ― Si no le importa, preferiría que nos dejara solos.
Y aunque a  Lali  le importa la mirada de su hija le dice que se calle.  Sale y cierra  la puerta despacio.
Sabes que no es culpa tuya, ¿verdad? Luisa se sienta e  intenta concentrarse en los sonidos amortiguados de la casa. No sabe qué responder.
¿Tu cansancio no es culpa mía? ―Miguel saca un cigarro arrugado del bolsillo de atrás de sus pantalones. ―Claro  que no es culpa mía, Miguel, yo no hago ruido por las noches, te dejo dormir.  A lo mejor esos es lo que te cansa.
¿Quieres que me vaya? ―Miguel ha encendido el cigarro y Luisa, aprovechando el humo, tose para coger fuerzas.
No sé, Miguel, haz lo que quieras.
Luisa mira a Miguel  aspirar el humo del ducados negro. Piensa  en las veces que le ha  pedido que deje  de fumar o que al menos se cambie  al rubio. Y en Lali, en cómo se quejara del olor a tabaco en las cortinas de lo  que ella llama el saloncito bueno.
Miguel se acerca a la puerta, está  abriéndola cuando la voz de Doña Eulalia,  pidiendo a una de sus nietas que baje a comprar el pan,  le hace  recordar la colilla que ha dejado en el cenicero. Va  a recogerla y se la guarda en un bolsillo.
No seas tonto, huele a humo y hay ceniza. Va a darse cuenta ―Miguel  vuelve  a dejar la colilla en su sitio.
―Sabes una cosa, Miguel,  no creo que cambiar de almohada vaya a hacer que descanses mejor, pero tú mismo.
En silencio Miguel mira a Luisa y abre la puerta. Al salir ve a Doña Eulalia, sola,  sentada en una de las butacas del pasillo. Se siente incómodo e intenta evitarla, pero Doña Eulalia le hace un gesto con la mano para que se acerque.
¿No descansas, hijo? pregunta mirándolo a los ojos Deberías dormir más y comer mejor.
Tranquila, Doña Eulalia, duermo mucho.
 Entonces será que no duermes como debes. Ya he oído que no es la almohada, a lo mejor os vendría bien  comprar un colchón nuevo, de esos que anuncian por la tele.
A lo mejor, Doña Eulalia. Si no le parece mal creo que hoy no me quedaré a comer.
Tranquilo, hijo, tú vete a casa. Descansa, que seguro que te hace falta. Total,  nosotras ya comemos igual sin ti.
Luisa  oye a su madre y sonríe.

Tres finales... ¿Cúal empiezo?



La última letra del diccionario

Estaban sentados en círculo. Los seis. Luisa empezó a llorar. Sabía que tenía que ser fuerte, que no podía permitirse ser débil, no solo por ella, sino por todos. Pero ahora solo quería llorar. Seria fuerte más tarde.


Su llanto no rompió el silencio. Las lágrimas no hacen ruido. No lloraba por el pobre Martin, enterrado en un jardín sin flores, aunque lo echaría de menos. Tampoco lloraba por lo que habían hecho. Nadie pregunto por qué lloraba, y no se acercaron a abrazarla, como hubieran hecho antes. Y, sobre todo, por eso, lloraba Luisa.



El tiempo de la felicidad


Así que debería decir que después de conocer a Miguel aprendí una lección valiosa, y que vivimos juntos para siempre. Hasta yo prefiero que los finales sean felices.

Tampoco fue demasiado triste. El caso es que Miguel, al cabo de un tiempo, no importa cuánto, también se fue y yo me quede en la isla. Fuimos felices durante el tiempo que duro la felicidad. Que pocas veces es para siempre.




Las abejas


Pero el niño, que aún no recuerda, no sabe que volverá a encontrar la misma cámara muchas veces, que será observado, mientras sus manos frágiles e inocentes, se vuelven duras y comienzan a hacer daño, y a dar felicidad.

Tres Principios. ¿Cuál sigo?



El Cerro que nos tapaba el mar

Detrás se escondía el mar, o eso nos decía mi madre, y sonreía mientras los dos mirábamos. “Hoy no lo veis porque hay nubes”. Otras veces  nos habíamos levantado demasiado tarde, o, claro, era verano y  el calor cubría el cielo azul. Pero el mar estaba ahí, lo decía mi madre. Y, porque ella lo decía,  mi hermana y yo, sin dudar nunca, con las manos sobre una barandilla de madera, intentábamos verlo.

No recuerdo el nombre del cerro que nos tapaba el mar. Para mí aquel mar no podía ser otro que el  Mediterráneo que en la voz rota y sin ritmo de mi padre llegaba hasta Estambul. Años después, cuando aquel cerro volvió a nuestras vidas, mi hermana me confesó que en su mar siempre había un faro.

Estimated Time of Departure

Llega tarde a todos los sitios. A veces me pregunto por qué me molesto en hacer planes con ella. Si un día tenemos que coger un avión, al final, siempre nos colamos en el control de seguridad. Yo pidiendo disculpas, mientras ella empuja su trolley, vacío, no ha tenido tiempo de hacer el equipaje, sin mirar a nadie.

Al principio me parecía atractivo. Mientras la esperaba en un bar, sentado en el taburete, anticipaba su llegada y me reía con las excusas que inventaba. Ahora me saca de quicio. Creo que si no tuviera que matarla por lo otro, lo haría encantado por todas las horas que he perdido esperándola.

El color de las nubes

Se levantó temprano y salió a  correr por la playa. Todavía no había gente en el paseo y era el momento que más le gustaba del día. Esa hora que no es de nadie, donde los bares aún están abiertos y ya huele a pan.

Entonces, mientras escuchaba opiniones que no le interesaban en un programa de radio, cuando ya estaba cubierto de sudor, se fijó en las nubes y el color de las nubes le asustó.En aquella época le asustaba prácticamente todo.