El Color de las Nubes

Se levantó temprano y salió a correr por la playa. Todavía no había gente en el paseo y era el momento que más le gustaba del día. Esa hora que no es de nadie, donde los bares aún están abiertos y ya huele a pan.
Entonces, mientras escuchaba opiniones que no le interesaban en un programa de radio, cuando ya estaba cubierto de sudor, se fijó en las nubes y el color de las nubes le asustó.
El miedo había llegado a su vida sin ruido con el primer sobre, el que debería haber sido el último. Cuando lo abrió y contó el pequeño fajo de billetes pensó que no era para tanto. Sólo un regalo. No se había vendido.
Pero cuando pagó la primera copa con un billete de 50, al guardar el cambio en el bolsillo el un peso liviano, de monedas de cinco céntimos, se asentó en su corazón. Todavía no sabía que era miedo.
El segundo sobre, puede que por más abultado, hizo el miedo más patente. Estuvo a punto de devolverlo cuando pensó en todas las veces que había dicho que hay cosas que no se venden. Pero el número de billetes y la sonrisa de aquel hombre delgado, que había entrado en su vida por casualidad, le hicieron comprender que sólo era una cuestión de precios. Y se dejó comprar.
El miedo en lugar de pararlizarle, le guiaba. Le enseñó a cambiar la cruz en los formularios sin que se le notara en la cara. Y disfrutó de los sobres. Al principio con pudor, después casi con desenfreno
La semana pasada cuando recibió el sobre había dejado de justificarse. Ya no pensaba, como con el cuarto, que aquello algo que hacía todo el mundo y que de no hacerlo él otro lo haría. O como cuando llegó el sexto y empezó a correr por las mañanas para evitar el sudor frío que llenaba su cama cada día a las seis en punto, mientras soñaba con formularios.
Ayer el hombre delgado de ojos de nube no se había presentado a la cita y, la ausencia del undécimo sobre le trajo un miedo nuevo, el de ser alguien que sabe que todo tiene un precio y que ya no podrá pagarlo.

Tarta de Limón

Después de leer la noticia en el periódico, he ido a casa de mis padres a comer. Antes iba cada domingo, pero los años van construyendo excusas. Ahora voy una vez al mes. Y sólo si mi madre insiste. Cada vez insiste menos. Supongo que tiene el mismo miedo que yo a los silencios, o a los esfuerzos que hacemos por llenarlos.
Y para llenarlos con algo que no sean palabras, se esfuerza tanto en cocinar. Al sentarme a la mesa de mi madre me envuelve la infancia. Arroz con leche, berenjenas con miel, naranjas desnudas con sal. Los platos que preparaba mi abuela.
Siempre sobra comida. Al despedirme, desde la puerta de la cocina veo las sobras, algunas ya envasadas para el congelador. Si a mi madre le ha dado tiempo. Si se pueden congelar. Entonces imagino a mis padres comiendolas hasta mi próxima visita, descongelando cada día uno de mis recuerdos para alimentarse con él.
El postre de hoy era tarta de limón. Al meter la primera cucharada en mi boca el sabor del merengue me ha hecho pensar en los pezones de Victor. Los he sentido, como los sentí cada una de las tardes de aquel verano en el vestuario de la piscina. Sus pezones, llenando mi boca decloro y sudor.
Llevo años acordándome de olvidar a Victor. Y lo consigo. Ya no recuerdo el color de sus ojos, ni su voz. He olvidado su cara y me engaño pensando que también su nombre.
Pero no he olvidado su sabor. El limón en sus pezones, el caviar del sudor en su cuello. Y hoy me ha apetecido recordarlo.
Mientras mi madre preparaba café y envasaba sobras, he corrido hasta mi cuarto. Para buscar sus cartas. Pero no estaban en ningún sitio, ni entre los libros, ni en el hueco de pared detrás del armario que cubría un impermeable azul.
Con el sabor a limón todavía en la boca he vuelto al salón, a explorar rincones,buscando recuerdos.
Cuando ya no quedaban más cajones por abrir he escuchado la voz de mi madre:
     ― ¿Qué buscas, cariño?
     ―Las cartas.
           ― ¿Qué cartas?
           ―Las de Victor, mamá. Estaban en un archivador en mi cuarto.
Mi madre tarda un poco en responder.
Se las llevó la policía la semana pasada, con los libros de cuentas de tu padre.
Al volverme hacía mi padre para pedir una explicación he visto como se llevaba a la boca el último pedazo de tarta limón.
Me he ido sin despedirme.